jueves, 7 de febrero de 2008

Cumpleaños


Ayer y anteayer, cumplieron años mi hija y mi hijo mayor, Gloria y Rafael, respectivamente: la primera 44; el segundo 51...


Contemplar desde la perspectiva de un octogenario el paso de, en este último caso, de mas de medio siglo, me resulta totalmente incomprensible. En términos estadísticos lo que supone mas de la media vida de un ser humano, para mí en estos momentos, lo considero como suele decirse "un soplo". Si cuando se es niño e incluso joven, se considera viejo al que tiene quince años más que tú, para mí ahora, quien anda rondando los sesenta, en mi forma de considerar el tiempo pasado, lo considero de mi misma edad.

Aún teniendo la certeza de que por mis años esté catalogado como un anciano, en mi sentimiento íntimo e interno, no me considero como tal. Podrá parecer ridículo para quien desde los cuarenta, cincuenta e incluso sesenta años, observe esta consideración hacia mí mismo, pero a fuer de que pueda considerárseme como una apreciación ridícula, tal la siento así la expongo.

Rebinando lo que respecto al paso del tiempo pensaba cuando era niño y, en el caso concreto que voy a exponer, estaba en el inicio de mi juventud, a como lo hago en la actualidad, hay toda una desproporción. Pavoneándome quizá un poco de mi buena memoria, en el inicio de la noche del día 28 de marzo de 1944, cuando desde el cortijo de la novia que tenía entonces donde había estado visitándola, regresaba a La Calera, cortijo de mi lugar de trabajo, y tratando de sortear algunos charcos que había en la vereda, debido a la lluvia que había caído en las primeras horas de la tarde, mi pensamiento iba enfrascado en el dato de que aquel día, un gran amigo mío y que hasta hacía unos dias había sido compañero de trabajo, se marchaba para la "mili". Los dos años que yo pensaba me faltaban a mí para que me sucediera tal, como así pasó, lo veía allá tan lejos, que pensaba que nunca íba a llegar. Hoy, considerando el paso de cincuenta años atrás, es un rato con lo que entonces esperaba que pasaran dos.

Por otra parte y comparando la virtual consideración del paso de los años de antaño a hogaño, existe aún mayor diferencia, esta real, de la forma, modo y calidad de vida por la que transitábamos entonces a la que hoy gozamos; pero lo que si es cierto, que la juventud es un divino tesoro que el paso de los años lo va dilapidando. Solo con recordarla se siente cierto regodeo, que es cualidad inherente de los viejos.

En otra ocasión señalaré también lo que me sucedió cuando en esa noche del 28 de marzo regresaba a La Calera.

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