Aparte de mi frustrada ilusión de la infancia por haber tenido un patín, las otras dos preferencias, eran en invierno los zancos y durante la primavera y verano, mi pasión por los grillos. El canto de estos insectos era para mí música celestial.
A tal fin, solía acompañar a mi padre, en invierno por lo menos en una ocasión cuando iba a la compra de aceitunas y como en la inmensa mayoría lo era a olivares a la otra parte del río, lo obligaba a que de los fresnos existentes en sus riberas, me cortara dos ramas de las cuales me sacaba dos zancos.
Otra de las veces que lo acompañaba, eran en primavera para la compra de aceite y al regreso hacia el pueblo echábamos un rato a la caza de grillos, para lo cual yo iba provisto de unas latas con agujeritos para que pudieran respirar.
Pero mi propósito hoy, no es el de relatar la forma en que yo me proveía de zancos y grillos, si no señalar otros datos, si no mas importantes, sí cuando menos mas novedosos. Para ello voy a contar como era uno de aquellos acompañamientos, en este caso cuando mi padre iba a comprar el aceite.
Casi siempre nuestra salida lo era apenas el alba hacía sus primeras apariciones y para nuestro desplazamiento utilizábamos el servicio de un caballo tordo colino. Para el desempeño de su cometido, mi padre portaba una romana con su correspondiente pilón guardada en una funda de cuero y con la cual se procedía al pesado de toda la mercancía. También llevaba una alforja y en una de sus bolsas se alojaba la comida que habíamos de ingerir, que sin temor a errar mucho en su apreciación, era una fiambrera de porcelana color blanco, con algunos desconchones que le hacían aparecer algunos lunares negros, conteniendo una tortilla de patatas, algún torrezno, un trozo de morcilla y un par de naranjas, con su correspondiente pan, pero esto en una bolsa, o talega, aparte. En la otra bolsa de la alforja llevaba un estuche de madera conteniendo varios tubos de ensayo y un par de botes con su correspondiente líquido, con el que procedía al análisis del aceite y determinar su graduación y acidez. En otra bolsa, guardaba algunas botanas de distinto diámetro y unos hilos bastante fuertes para poder adaptar las botanas.
La noche anterior a nuestra salida, mi padre había contratado a varios arrieros que reunieran los burros suficientes para poder transportar la cantidad de aceite que tenía proyectado comprar.
Cada arriero transportaba, generalmente a lomos del burro liviano, la corambre correspondiente, de como mínimo un par de pellejos para cargar en cada semoviente. Siempre, por lo menos todas las veces que yo lo acompañaba, resultaba que algún pellejo presentaba alguna deficiencia que ocasionaba la salida del líquido elemento, por lo cual había que proceder al cambio de la botana defectuosa o en su contra al cambio de pellejo, si el desperfecto no tenía arreglo.
Con respecto a algunos nombres de efectos señalados anteriormente, recuerdo que en mi infancia, no se si en algún libro de lectura en la escuela, o en el catecismo, había unos versos que decían lo siguiente:
Otra de las veces que lo acompañaba, eran en primavera para la compra de aceite y al regreso hacia el pueblo echábamos un rato a la caza de grillos, para lo cual yo iba provisto de unas latas con agujeritos para que pudieran respirar.
Pero mi propósito hoy, no es el de relatar la forma en que yo me proveía de zancos y grillos, si no señalar otros datos, si no mas importantes, sí cuando menos mas novedosos. Para ello voy a contar como era uno de aquellos acompañamientos, en este caso cuando mi padre iba a comprar el aceite.
Casi siempre nuestra salida lo era apenas el alba hacía sus primeras apariciones y para nuestro desplazamiento utilizábamos el servicio de un caballo tordo colino. Para el desempeño de su cometido, mi padre portaba una romana con su correspondiente pilón guardada en una funda de cuero y con la cual se procedía al pesado de toda la mercancía. También llevaba una alforja y en una de sus bolsas se alojaba la comida que habíamos de ingerir, que sin temor a errar mucho en su apreciación, era una fiambrera de porcelana color blanco, con algunos desconchones que le hacían aparecer algunos lunares negros, conteniendo una tortilla de patatas, algún torrezno, un trozo de morcilla y un par de naranjas, con su correspondiente pan, pero esto en una bolsa, o talega, aparte. En la otra bolsa de la alforja llevaba un estuche de madera conteniendo varios tubos de ensayo y un par de botes con su correspondiente líquido, con el que procedía al análisis del aceite y determinar su graduación y acidez. En otra bolsa, guardaba algunas botanas de distinto diámetro y unos hilos bastante fuertes para poder adaptar las botanas.
La noche anterior a nuestra salida, mi padre había contratado a varios arrieros que reunieran los burros suficientes para poder transportar la cantidad de aceite que tenía proyectado comprar.
Cada arriero transportaba, generalmente a lomos del burro liviano, la corambre correspondiente, de como mínimo un par de pellejos para cargar en cada semoviente. Siempre, por lo menos todas las veces que yo lo acompañaba, resultaba que algún pellejo presentaba alguna deficiencia que ocasionaba la salida del líquido elemento, por lo cual había que proceder al cambio de la botana defectuosa o en su contra al cambio de pellejo, si el desperfecto no tenía arreglo.
Con respecto a algunos nombres de efectos señalados anteriormente, recuerdo que en mi infancia, no se si en algún libro de lectura en la escuela, o en el catecismo, había unos versos que decían lo siguiente:
Nadie murmure de nadie,
que somos de carne humana,
y no hay pellejo de aceite,
que no tenga una botana.
Seguro que a vosotros os suena a chino la mayoría de las palabras relativas a los efectos y utensilios citados en esta introducción.
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