Tan pronto he terminado la entrada anterior y recordando la fecha en que estamos, 6 de mayo, me han venido al recuerdo aquellos seis de mayo de los años cuarenta del pasado siglo XX.
Las fiestas de mi pueblo comenzaban entonces el día 7 de mayo, pero la tarde-noche anterior, cuando regresaban al pueblo de todos los cortijos con el fin de pasar cuando menos un par de días de los festejos, veías a algunos amigos de los que hacía tiempo no habías tenido la oportunidad de hacerlo, se formaban numerosos corrillos con charlas muy animadas por el regocijo que suponía la inmediatez del disfrute de unos festejos, que vistos desde una perspectiva imparcial podían resultar hasta ridículos, pero para nosotros, cuando esa irrefrenable fuerza de la juventud incipiente todo lo vislumbra con enorme esperanza e ilusión, suponía la llegada de unos acontecieres que llevabas esperando un año entero.
Dos expectativas principalmente solían llenar aquellas ilusiones. La una, poder tener la oportunidad de estar tres días con las posibilidad de bailar, o cuando menor pasear junto a la mujer que pretendías de amores.
La otra, estrenar el traje o prenda de vestir, por insignificante que fuera, con que pensabas iban a quedar admirados tus amigos y también, porqué no, la joven que alteraba tus sueños y alimentaba tus ilusiones. Sesenta años largos han pasado de aquellos recuerdos. La mayoría de los que celebrábamos tan inmediato advenimiento, ya no pueden contarlo. Yo, aún sí.
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