viernes, 25 de enero de 2008

Impuestos, disposiciones y costumbres singulares

Como diría un popular y director de un programa de radio español, corrían los años treinta del pasado siglo XX, existía en mi pueblo una costumbre de que las puertas de los domicilios particulares de la localidad, permanecían abiertas todo el día, o sea, desde que se levantaba el personal hasta que se acostaba. Sólo dejaba de cumplirse tal requisito si los moradores de la vivienda, guardaban luto por el fallecimiento de algún familiar y, entonces esas puertas estaban cerradas a cal y canto, durante el tiempo que la costumbre tenía establecido, según el grado de familiaridad con el fallecido. Creo recordar que si se trataba de un hijo/a adulto, era el tiempo de cinco años. Para los padres, tres años; hermanos creo que dos, y los abuelos no sé si uno o dos también. Esas puertas se abrían solamente para la entrada o salida de las personas, bien las del propio domicilio o quienes iban de visita u otra circunstancia, para lo cual había que llamar previamente. Si quien abría la puerta para facilitar la entrada a persona ajena a la casa y una vez recibida la preceptiva llamada, era una señora mayor, lo hacía abriendo solo el espacio suficiente para que pudiera efectuar el paso y ocultándose en lo posible para que no pudiera ser vista por alguien que circunstancialmente pasara en aquel momento por las inmediaciones.


A este respecto voy a contar una anécdota de la que fue autor mi hermano Antonio. Debía contar a la sazón entre los cinco y seis años de edad y a esa edad e incluso más temprana los niños andábamos solos por la calle con toda libertad. Así cuando caminaba por la misma calle donde nosotros lo hacíamos y al pasar junto a la puerta de una casa situada siete más arriba de la nuestra, cuya señora inquilina se llamaba Asunción, mi hermano penetró en la misma, había un puchero puesto a la lumbre, lo destapó y vio que entre otros condumios había un trozo de morcilla; ni corto ni perezoso tomó un plato y una cuchara del cajón de la mesa que estaba próxima, extrajo su morcilla y se sentó a comérsela tranquilamente. Cuando regresó de sus recados la señora de la casa fue sorprendido cuando aún no había terminado de zamparse tan suculento manjar. A partir de aquel día, dicha señora siempre que se refería a mi hermano lo hacía por el apelativo de "El de la morcilla".


Por aquellos entonces existía, no sólo en mi pueblo si no en todos, un impuesto municipal que se denominaba el de "los canales". Este impuesto consistía en que había que pagar todos los años cierta cantidad, por el agua de lluvia que los canales formados por los tejados vertían al suelo. Se pagaba con arreglo al número de canales que cada casa tenía en su vertiente que daba a la calle y quienes podían, colocaban un canalón metálico por el trayecto de la fachada en su parte mas alta, que recogía la de todos los canales del tejado y mediante un bajante, sólo desaguaba a la a la calle por un solo punto. Con este procedimiento tenía que pagar solo por un canal.

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