Querido hermano Cesáreo:
Ayer te dije (te dijimos, mejor dicho) el último adiós. Tan pronto vi tu cuerpo inerte sobre tu último lecho, al tiempo que un torrente de lágrimas surgían de lo mas profundo de mi alma y que incluso algunas llegarían a posarse sobre tí, mis recuerdos volaban retrocediendo decenas de años hasta llegar a la infancia, niñez, e incluso hasta la primera juventud de todos los hermanos. De los ocho que nacimos del matrimonio de nuestros padres, tres fallecieron durante los primeros meses de su vida. Tú has sido el cuarto, después de más de setenta años que lo hiciera el anterior. Contemplando la serenidad que tu demacrado rostro presentaba, dejabas ver la tranquilidad de conciencia que te había acompañado hasta los últimos estertores de tu existencia. Todo ello no era sino la demostración del comportamiento que siempre habías tenido, y como tal te marchabas satisfecho de la obra que dejabas atrás.
Durante la vida en común que hicimos alrededor y arropados por nuestros padres, pocas festividades económicas pudimos celebrar, pero no por ello, cada vez que estábamos todos juntos, se convertía en un verdadero festival de alegrías, risas y demostraciones que recíprocamente nos dispensábamos. Jamás existió entre nosotros la menor rencilla ni desavenencia en el trato entre los hermanos. Si los bienes económicos que nos legaron nuestros padres al morir, fueron tan exiguos al punto que fueron ningunos, si podemos blasonar de haber sido modelo de convivencia fraternal entre todos nosotros, obra sin duda de ellos al inculcarnos el cariño y respeto que como tales hermanos nos debíamos. Satisfechos podemos sentirnos los que quedamos, al igual que tu así lo hacías, de la descendencia que hemos traído y educado, sin duda también debe ser el premio a nuestros merecimientos.
Hoy con estas sentidas letras, en mi nombre como primogénito y representación de todos los hermanos, te mandamos un abrazo muy fuerte lleno de cariño que lo llevaras consigo hasta que finalmente terminemos uniéndonos todos en la eternidad.
QUERIDO HERMANO CESÁREO, HASTA SIEMPRE.
Ayer te dije (te dijimos, mejor dicho) el último adiós. Tan pronto vi tu cuerpo inerte sobre tu último lecho, al tiempo que un torrente de lágrimas surgían de lo mas profundo de mi alma y que incluso algunas llegarían a posarse sobre tí, mis recuerdos volaban retrocediendo decenas de años hasta llegar a la infancia, niñez, e incluso hasta la primera juventud de todos los hermanos. De los ocho que nacimos del matrimonio de nuestros padres, tres fallecieron durante los primeros meses de su vida. Tú has sido el cuarto, después de más de setenta años que lo hiciera el anterior. Contemplando la serenidad que tu demacrado rostro presentaba, dejabas ver la tranquilidad de conciencia que te había acompañado hasta los últimos estertores de tu existencia. Todo ello no era sino la demostración del comportamiento que siempre habías tenido, y como tal te marchabas satisfecho de la obra que dejabas atrás.
Durante la vida en común que hicimos alrededor y arropados por nuestros padres, pocas festividades económicas pudimos celebrar, pero no por ello, cada vez que estábamos todos juntos, se convertía en un verdadero festival de alegrías, risas y demostraciones que recíprocamente nos dispensábamos. Jamás existió entre nosotros la menor rencilla ni desavenencia en el trato entre los hermanos. Si los bienes económicos que nos legaron nuestros padres al morir, fueron tan exiguos al punto que fueron ningunos, si podemos blasonar de haber sido modelo de convivencia fraternal entre todos nosotros, obra sin duda de ellos al inculcarnos el cariño y respeto que como tales hermanos nos debíamos. Satisfechos podemos sentirnos los que quedamos, al igual que tu así lo hacías, de la descendencia que hemos traído y educado, sin duda también debe ser el premio a nuestros merecimientos.
Hoy con estas sentidas letras, en mi nombre como primogénito y representación de todos los hermanos, te mandamos un abrazo muy fuerte lleno de cariño que lo llevaras consigo hasta que finalmente terminemos uniéndonos todos en la eternidad.
QUERIDO HERMANO CESÁREO, HASTA SIEMPRE.
Cuando la muerte se precipita sobre el hombre, la parte mortal se extingue; pero el principio inmortal se retira y se aleja sano y salvo.
Platón
Platón
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