Existen momentos en la vida de las personas que por su repercusión en el propio sentimiento de las mismas, las llevan a que su recuerdo ocupen uno de esos pocos y privilegiados espacios que nuestras mentes suelen acotar a tales fines. Tal circunstancia, se da precisamente en mí a traer hoy a la memoria aquel 16 de junio de 1959.
Podrían ser alrededor de las diez de la mañana de aquel día, cuando a la humilde y vetusta estación de la renfe malagueña, hacía su entrada el tren expreso procedente de Madrid. A bordo del mismo, venía aquel Cabo de la Guardia Civil que el día anterior había sido promovido a dicho empleo, con la entrega de su despacho correspondiente. Yo era aquel Cabo.
La perspectiva que cuando descendía del convoy portando mi equipaje aparecía ante mis ojos era indefinible. Se trataba nada más y nada menos, que la presencia de mi mujer y mis dos hijos. Ella, mi mujer, vistiendo un vestido de fondo blanco, estampado con figuras de sombrillas de diversos colores, mangas a la sisa, estrecha cintura, falda de bastante vuelo , confeccionado por sus divinas manos, y dándole aquella impronta de elegancia de la que su portadora estaba dotada por la gracia de Dios. Delante de ella, mis dos hijos. El mayor de 28 meses de edad, corriendo hacía mí a la velocidad que su corta edad le permitía. El segundo, de 14 meses, con su titubeante caminar, al punto de que precisamente el día anterior había echado a andar, y los tres con una amplia sonrisa visible a la distancia que me separaba de ellos. Yo, en aquellos instantes perdía la noción de la propia existencia y dejando mi equipaje sobre el mismo anden, corrí hacia ellos y al juntarnos, yo sosteniendo en mis brazos a mis dos hijos, los cuatro nos fundimos en fuerte abrazo, repartiendo besos a diestra y siniestra, anegados los ojos en lágrimas, pero de esas lágrimas que la dicha suprema suele hacer destilar en momentos tan sublimes. Mis ojos no sabían a cuales de los tres seres que abrazados a mi estaban, dirigir la mirada.
Aquellos tres seres, yo no los veía desde hacía más de dos meses, o sea desde la Semana Santa anterior. Mi mujer, también de soslayo, solía dirigir su mirada a mis flamantes galones de Cabo de la Guardia Civil, y con aquella sonrisa dibujada en su boca desde el instante en que nuestra presencia estuvo mutuamente al alcance del uno al otro, parecía a la vez felicitarme por aquella consecución.
Tal vez, alguna persona de las que por una u otra circunstancia pueda tener entrada a esta del blog, considere un tanto cursi los calificativos empleados en la descripción de la circunstancia anterior, pero cuando las sensaciones suelen desplazar a los razonamientos, puede que no dejen ver lo correcto de su vocabulario y por tanto, el dictado de la sensación no se deja influir por el razonar.
Cada vez que me he referido a esta efemérides he dicho, también lo digo ahora, y es que por vivir en presente el discurrir de aquel día, ofrecería a cambio, el resto de los que me queden por estar en este mundo.
Ese es el poso que en mi sentimiento dejó el 16 de junio de 1959.
Hasta la próxima, que será difícil pueda relatar otra con la reminiscencia de la que hoy he traído a estas páginas.
1 comentario:
A mi me parece uno de tus "recuerdos"más bonitos y emotivos, lo que si te aconsejo es que los rememores con alegría y le des gracias a Dios por que ocurrió, que no todo el mundo tiene tantas cosas bonitas a sus espaldas, y las tuyas aparte de años tienen muchiiiisimas cosas buenas para recordar y compartir con nosotros, Un saludo: Carmen
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