Hoy celebra la Iglesia, entre otras, la festividad de San Cesáreo. Mi padre se llamaba Cesáreo.
Os preguntaréis: "Bueno, ¿y qué?" Pues vamos a explicarlo. Hoy hace 113 años nacía mi padre. Pero hoy también, hace 52 años que fallecía mi padre. Por tanto moría el día de su 61º cumpleaños y también el día de su santo.
Lo he reflexionado muchas veces y para mí, la muerte que con más naturalidad se acepta, es la del padre o la de la madre. Sin duda ello se deberá a que desde la primera infancia comienza uno a considerar a los padres como personas muy mayores, y claro, aunque con algunas excepciones, siempre pensaba uno que por ley natural habían de fallecer antes que cualquiera de sus hijos, Con esto que termino de exponer, no es que quiera decir que el fallecimiento de uno de tus progenitores, no se sienta con todo lo que ello supone, pero eso sí, la resignación ante esa pérdida, lo es distinta incluso a cuando se te muere otro familiar de tu entorno familiar mas próximo. Sin embargo, una de las consecuencias que se producen con el fallecimiento, del marido o de la esposa, y lo digo por propia experiencia, ese vacío, desamparo, tristeza y soledad, te afecta de tal modo, que en no pocas ocasiones, en cuando menos los dos primeros años, llegan a sumirte en tal desconsuelo, que especialmente como a mí me sucede que soy de lágrima fácil, había momentos, a veces durante el día, pero sobre todo en esas soledades que parecen eternizarse por la noche, te pasabas gran parte de ella con ese lloro y que finalmente era lo que parecía traer a tu ánimo un poco de consuelo.
Lo que debe de ser tremendo de soportar es el fallecimiento de un hijo, que yo gracias a Dios no he tenido la desgracia de experimentarlo en carne propia.
Y volviendo nuevamente al 25 de febrero, hoy también con motivo del fallecimiento de mi padre, yo subía por primera vez a un avión. Me encontraba realizando el curso de ascenso a Cabo de la Guardia Civil en Madrid y aunque recibí la noticia de su fallecimiento sobre las ocho de la mañana, en aquellas fechas para poder llegar a tiempo del entierro que se efectuó sobre las cinco y media de la tarde, hube de tomar el vuelo de un pequeño avión que entonces volaba de Madrid a Córdoba y viceversa, y contaba con solo 21 plazas para pasajeros. Al aeropuerto de Córdoba fue a recogerme el amigo de uno de mis hermanos con una moto que me llevó hasta mi pueblo que dista de la capital cordobesa solo 37 kilómetros. Así estaban entonces los medios de transporte de pasajeros.
Aunque parezca casi ridículo, mi padre se llevó a la otra vida la ilusión de haberme visto luciendo los galones de Cabo de la Guardia Civil, que conseguí poco menos de cuatro meses después de su fallecimiento. CINCUENTA Y DOS AÑOS HAN PASADO DESDE AQUEL DÍA. Como solemos decir los viejos: "y parece que fue ayer".
Hasta la próxima entrada.