Se trata de nada más y nada menos, que de la festividad del Corpus del año de 1942. Yo por tanto contaba con 17 años de edad:¡quién los pillara! Sigamos. En la mencionada festividad del señalado año, me hallaba yo en compañía de otros ocho o diez compañeros más, segando una haza de trigo en una finca muy próxima a La Calera. El trabajo lo habíamos tomado a destajo, o sea fijado en un número determinado de jornales. Así, mientras antes termináramos, más alto sería el sueldo a que nos resultaría cada jornal y con ello poder ir a otro trabajo. De entre todos los segadores, estábamos solo 4 solteros y decidimos ir al pueblo a pasar la mencionada festividad, considerada entonces por una de las principales del calendario festivo anual. Previo acuerdo con los compañeros que no decidieron celebrar el día, no señalaron una tarea a segar antes de marcharnos para Villaharta. Tan pronto amaneció, los cuatro célibes ya estábamos manos a la obra. Serían aproximadamente las once de la mañana cuando dábamos fin a nuestra señalada misión, desde luego bastante benévola que nos había sido impuesta por nuestros camaradas de faena, o para mejor decir, por el manijero.
Las aproximadamente dos leguas de camino que nos separaban de nuestro pueblo las recorrimos en aproximadamente una hora. Digo aproximadamente, porque ninguno de los cuatro teníamos reloj. Eso era un lujo que no todos podíamos gozarlo.
Cuando llegué a mi casa mi madre me tenía preparado un barreño, o baño, como se le llamaba, de cinc, lleno de agua que serían aproximadamente unos 20 litros, cuyo líquido estaba bastante templado gracias al sol que de plano caía sobre el mismo.
Para no alargar demasiado el relato, diré que una vez tomado el baño que no serían allá mas de las doce y media de la mañana, regresé a mi casa sobre las tres de la madrugada del siguiente día, hora en que había terminado el baile al que asistí, al igual que el resto de compañeros de fatiga. Menos de media hora después de la llegada a mi casa, y solo una vez cambiado de indumentaria, estábamos de regreso hacía nuestro trabajo donde la hoz y un trigo cuya clase se le denominaba "raspinegro", también nuestros compañeros, nos esperaban con los brazos abiertos.
Las primeras claras del día comenzaban a iluminar la vereda por donde transitábamos, cuando cual no sería mi cansancio que conforme iba andando, me quedé dormido y fui a caer sobre unos matojos que se hallaban en la inmediación del camino, ocasionándome unos cuantos rasguños en la cara y manos, pero nada de importancia.
Las primeras claras del día comenzaban a iluminar la vereda por donde transitábamos, cuando cual no sería mi cansancio que conforme iba andando, me quedé dormido y fui a caer sobre unos matojos que se hallaban en la inmediación del camino, ocasionándome unos cuantos rasguños en la cara y manos, pero nada de importancia.
Cuando llegamos a nuestro destino, nuestros compañeros comenzaban su faena y a nosotros solo nos dio tiempo a colocarnos el antepecho, nuestros dediles que nos colocábamos en la mano izquierda, para evitar cortes, tomar la hoz y manos a la obra.
Ése fue uno de tantos otros días, en los que desde la diversión me tenía que entregar a la tarea que estuviera realizando. Ese inmenso sacrificio era el tributo que una juventud tenía que pagar, a una situación, a la que por supuesto nosotros no habíamos contribuido a crear y que sin duda sus consecuencias posiblemente venían arrastradas desde muchas décadas pasadas.
Hoy pasados 67 años de aquel acontecer y rumiando la forma de ser, pensar y comportarse de unos jóvenes, me parece de todo punto imposible traerlos a la situación del año 2009, donde tengo la completa seguridad que ningún joven actualmente actuaría de la forma en que nosotros lo hacíamos. Por supuesto, la situación es totalmente opuesta a la de entonces, lo que me hace suponer, que aún en edades, como la que yo entonces contaba de diecisiete años, nos hacía madurar en nuestras responsabilidades y que para afrontar las dificultades incluso de supervivencia por las que atravesábamos las familias del campesinado, y otras muchas también, el no hacerlo como nosotros nos comportamos hubiera sido considerarlo casi un suicidio colectivo. La supervivencia hay que reconocer, está por encima de cualquier otra situación y la nuestra entonces era ésa.
Mis nietos, incluso mis hijos, no han tenido que pasar por semejantes situaciones.
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