Vuelvo a entrar hoy recordando el 50º aniversario, de uno de los hechos mas entrañables y que mas profundamente calaron en mí, de los que solo se dan en la vida no más de diez veces.
Voy a ser breve, aunque no por ello le reste importancia al hecho. Me refiero al regreso a Málaga después de mi ascenso a Cabo, del que ayer hice referencia en mi entrada a este blog. Cuando aquella mañana, que serían alrededor de las diez y media, llegaba el tren expreso procedente de Madrid a la entonces recoleta estación, yo vestido de uniforme, aunque sea repetitivo, con mis flamantes galones de Cabo de la Guardia Civil, descendía del convoy y observé en el andén a una distancia de unos cincuenta metros, mi hijo Rafael delante corriendo a la velocidad que un niño con poco más de años le permitían sus fuerzas, detrás mi hijo José Carlos con el bamboleo propio del que el día anterior había echado a andar solo, y tras ellos, su madre, mi mujer, que no se si por algún misterio especial, la vi más guapa que nunca, el corazón se me salía del pecho y una angustia atenazaba todo mi ser, por llegar cuanto antes a ellos. Aquel encuentro, creo que principalmente por la alegría de mi ascenso y otra porque hacía mas de dos meses que nos los veía, cuando nos juntamos los cuatro, yo con mi hijo mayor en brazos, que había llegado antes y mi mujer con el pequeño, nos fundimos en un abrazo, del que recuerdo mencioné en mis memorias, que daría cuanto me quedaba de vida por volver a vivirlo en presente, hoy vuelvo a repetirme en dicho aserto y lo pasado, pasado está.
La diferencia de los actuantes desde aquel evento al día de hoy, cincuenta años después, cualquiera puede imaginarse cuáles puedan ser y por fortuna para tres de los mismo son; sólo la ausencia de la mujer que amé como no puede amarse más, nubla la fiesta que tal vez hoy hubiéramos podido celebrar. Si no hubiera faltado ella, podrían haberse añadido un incremento notable de la familia en el entorno más íntimo.
¡Cuánta dicha puede originarse en un breve instante como aquél!