Hoy 11 de julio, inicia sus fiestas la localidad cordobesa de Obejo, distante de mi pueblo unos quince kilómetros. Tal día como hoy, de hace SETENTA Y SIETE años, me llevó mi padre a la indicada localidad a fin de asistir a la procesión del Santo Patrón de Obejo, San Benito, y con ello cumplir una promesa hecha por mi madre el verano anterior, debido a que me salieron unos diviesos en una parte dolorosa e importante de mi entonces infantil cuerpo, y que como digo mi madre prometió que me llevarían al año siguiente a la ermita de San Benito en Obejo, si aquellos mal intencionados granos sanaban sin que dejaran consecuencias graves.
Apenas había amanecido, mi padre puso sus mejores galas a una burra que entonces había en mi casa. y con el fin de que no nos cogiera mucho el calor, partíamos camino adelante. Yo de mi atuendo personal, solo recuerdo que llevaba un sombrero de paja, ala redonda y circundando la parte en que entraba mi cabeza, una cinta de lana roja, con un madroño en cada uno de sus extremos e igual color de la cinta. Posiblemente no serían las diez de la mañana llegábamos a la Ermita donde se venera San Benito y situada a un kilómetro aproximadamente del pueblo. Quizá una hora después de nuestra llegada, salía la procesión y tenía un pequeño recorrido por las inmediaciones, en pleno campo y que era un importante encinar.
De este acto me quedan pocos recuerdos, solo que al final del mismo, un grupo de unos quince o veinte hombres, realizaban una danza, cogiendo cada uno el extremo de una espada, simulada pienso, que llevaba su compañero inmediato, y se ejercitaban en la combinación de varios movimientos, terminando por quedar todas las espadas cercando el cuello del director danzante y que por supuesto era el de mayor edad.
Asimismo, también me acuerdo que cuando terminó toda la ceremonia, que serían cerca de las dos de la tarde, hacía un calor sofocante. Finalizado el acto, mi padre tomando el cabestro del semoviente que había estado atado al tronco de una encina, cogíamos el camino de regreso, pero con el propósito de pararnos a almorzar de lo que era la hora ideal. No mas distante de un kilómetro del pueblo , por la carretera Obejo-El Vacar, que en principio había que tomar para dirigirnos a Villaharta, había un pilar por cuyo caño salía un agua tan clara, buena y fresquita, que mi padre vaciando una botija de la que llevábamos de mi pueblo, por estar bastante caliente, volvió a llenarla y que primero yo y después mi padre, bebimos un gran trago, cuyo consumo fue repuesto acto seguido. Igualmente, la burra calmó su sed en el pilón, de cuya necesidad se notaba iba al límite.
Unos ciento cincuenta metros hacia abajo y en dirección vertical desde el pilar, bajo la frondosa sombra de una encina comenzamos a dar cuenta de las viandas que mi madre nos había preparado, regadas de vez en cuando con el agua de nuestra botija. Mi padre había quitado el aparejo de la burra a fin de que se refrescara también y al propio tiempo comiera algo del rastrojo de cebada que era de lo que había estado sembrado aquel lugar, aunque ya se había recolectado casi dos meses antes.
Mi padre como buen andaluz y trabajador del campo, con algunas piezas del aparejo se preparó un pequeño lecho y se echó a dormir la siesta. Para mí había hecho lo mismo, pero mi mente estaba en otros proyectos.
Tan pronto me dí cuenta que mi padre se había quedado dormido, tomé el pecho arriba y me fui al pilar, donde cuando llegamos me quedé alucinado de ver que en el pequeño estanque había no menos de veinte peces de colores, cosa que yo antes no había visto. Mi proyecto era el de pescar el mayor número de peces posible, que en principio trate de hacerlo con la mano y en vista de que no me daba resultado, comencé a utilizar el servicio de mi sombrero. Posiblemente llevaría cerca de una hora en mi infructuosa pesca, cuando despertándose mi padre y darse cuenta de que yo había desaparecido, se llevó un momentáneo y mayúsculo susto, pero enseguida me vio donde estaba y llamándome con una fuerte voz, me hizo llegar a donde él estaba y recibí por ello una pequeña regañiza.
Nunca hasta entonces había recibido yo semejante decepción de no haber podido pescar ni un solo de aquellos preciosos ejemplares de peces. Cuánto hubiese dado yo en aquel momento por haberme hecho siquiera con uno de aquellos animalitos que tranquilamente nadaban en su fresco y apacible estanque. Pero primero se me escurrían de la mano, y después se salían del sombrero y me quedaba con solo un poco de agua.
Pasados diez o doce años de este acontecimiento, fui en varias ocasiones a las fiestas de San Benito. En una de ellas, debía tener yo 16 ó 17 años, me hice una foto con dos paisanos míos que juntos habíamos ido; uno, Antonio Suárez Molero; otro Florentino Escribano Valero. El primero cinco años mayor que yo; el segundo de mi quinta. Aquél falleció hace mas de veinte años; éste no menos de cinco o seis. Yo aquí estoy para contarlo.
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