sábado, 11 de julio de 2015

Festividad de San Benito



Hoy celebra la Iglesia la festividad de San Benito, patrón de Europa. También hoy lo celebra el pueblo de Obejo de la provincia de Córdoba, distante del mío unos quince o veinte kilómetros. Aunque hace hoy siete años hice una entrada en este blog sobre el mismo tema, y dado que el hecho a que me refería entonces, y hoy también, es el mismo, es sin duda uno de los mas lejanos  que mas nítidamente guardo en el recuerdo, y también aunque mi editor enseguida se de cuenta de que esto sucedió hace esos siete años, no voy a privarme de ser reiterativo, dado a que ello me produce una gran satisfacción moverme por los mismos pasos.

Resulta que en el verano de 1930, como años antes sucedía, y en los tres o cuatro siguientes también en otras partes, me salieron unos diviesos en una parte delicada de mi infantil cuerpo, por lo que en vista de ello, mi madre echó la promesa de que si aquellos malditos granos sanaban sin dejar consecuencias, al año siguiente me llevarían a Obejo, para estar presente en la procesión del Santo, que se celebraba, y aun se sigue celebrando, en esta fecha, en la ermita donde se venera, sita en unos encinares no mas distante  de un kilómetro de la localidad.

Como quiera que los diviesos sanaron como eran los deseos de mi madre, y también claro de mi padre, y por lo dolorosos que resultaban, también yo, había que cumplir lo prometido.

Cuando aún no había amanecido aquella esplendida mañana del año de 1931, utilizando una burra que había en la casa, siendo aparejada y colocándole la enjalma que para las grandes festividades tenía, acompañando a mi padre salíamos de mi pueblo para cumplir la manda hecha por mi madre. Cuando podrían ser las diez de la mañana y llegábamos a la inmediación de la ermita de San Benito, las chicharras con sus chirriantes cantos anunciaban el calor que ya se hacía sentir. Amarrada el semoviente al tronco de una de los centenares de encinas que había por el entorno, recuerdo que acompañando a mi padre entramos en la ermita y sentados en un banco estuvimos rezando unos minutos. Una hora mas tarde aproximadamente se iniciaba la procesión por los alrededores de la ermita. Terminada la cual y aún con el Santo todavía fuera, en una pequeña explanada un grupo de danzantes portando unas espadas, creo que de madera, y cogidos cada uno a la espada de su compañero, realizaban el danzar alrededor del que podía ser uno que deberían  ajusticiar, y hasta que finalmente quedaba rodeado por el cuello de todas las espadas de los demás.

Todo el hábito que vestía el Santo en la procesión, iba casi cubierto de pequeños billetes de diversos valores de pesetas, y de muchas figuras de partes del cuerpo humano, tales como piernas, manos y otras, que sin duda debieran ser según la promesa hecha, si bien mi padre no recuerdo colocara nada, sin duda porque  la manda hecha, lo sería solo asistir a la procesión.

Mi padre llevaba colocado el traje de novio que utilizó más de siete años antes en su boda y era cuanto solía colocarse en las grandes solemnidades. Yo recuerdo solo que llevaba como vestimenta una camisa blanca de manga corta, un pantalón corto, zapatos y  colocado un sombrero de paja, de ala redonda, y rodeado por una cinta de lana de color rojo y en los dos extremos de la cinta, un madroño del mismo género.

Terminados todos los actos de la misa y la procesión, serían cerca de las dos de la tarde y hacía un calor sofocante. A lomos de la burra salíamos hacia un punto donde almorzar, como en mi pueblo se le llamaba a la comida del medio día, y cuando llevábamos recorridos unos dos kilómetros y en un pilar que existía en la orilla de la carretera de donde salía un gran chorro de un agua riquísima y fresquita, mi padre estuvo llenando la botija que una vez vaciada de la que contenía por lo caliente que estaba, mi padre y yo bebiendo  tanta como necesidad de ello teníamos, y en el pequeño estanque donde caía la del caño, la burra hacía otro tanto. En aquel estanque nadaban diligentes no menos de treinta o cuarenta peces de colores que despertaron en mí un grandísimo deseo de haber cogido alguno de ellos. A unos ciento cincuenta o doscientos metros perpendicularmente hacía abajo del pilar y la carretera existía en un rastrojo de cebada una enorme encina en la que mi padre decidió daríamos buena cuenta de las viandas que mi madre nos había preparado. El animal fue despojado del aparejo y amarrada en una encina próxima a la que nosotros habíamos elegido comenzó también ella a comer de cuanto había a su alrededor.

Terminada la comida, mi padre utilizando los elementos del aparejo, preparó dos camas en las que esperaba echáramos una buena siesta, pero cuando yo me dí por convencido de que mi padre estaba dormido, me dirigí hasta el estanque del pilar, donde me dispuse a pescar alguno de aquellos preciosos pececillos lo que me hubiere hecho el más feliz de los mortales.  Al principio intenté cogerlos a mano, pero no había forma de coger alguno y en vista de la imposibilidad de conseguirlo, intenté hacerlo con el sombrero, pero aunque alguno solía estar cerca de ser pescado, al ser elevado el sombrero a la superficie, el pez escapaba sobre el agua que rebosaba. Pero aunque todos mis intentos resultaban baldíos yo no cesaba en el empeño y así no se que tiempo llevaría, cuando despertando mi padre de su ligera siesta llevándose gran sobresalto al contemplar que yo no estaba echado en la cama ni en su alrededor, pero enseguida al dirigir su mirada por los alrededores me vio de que yo estaba sobre las paredes que formaban el estanque y dándome una ligera voz me ordenó fuera inmediatamente donde el se encontraba, echándome una ligera regañina, pero lo que me dolía en el alma era la desilusión de no haber podido hacerme con alguno de aquellos peces de vistosos colores, que yo hasta entonces no los había visto siquiera.

No sé si por esa visita a San Benito en tan temprana edad, el caso es que siendo ya un adolescente y también después de joven, recuerdo haber ido a las fiestas de San Benito en varias ocasiones, una de las cuales fue en las del año de 1944, que lo hice en compañía de dos amigo míos, con los cuales me hice una fotografía delante de un cartel que tenía pintado un buque de guerra y que llevaba consigo el fotógrafo por la feria de todos los pueblos. 





El que aparece en la parte delantera de la fotografía, se llamaba Antonio Suárez Molero, era cinco años mayor que yo y hace mas de treinta que falleció; el de enmedio se llamaba Florentino Escribano Valero, era de mi quinta y también falleció hace unos quince años, y el de atrás, como no, soy yo y todavía andurreo por estos lares. Esta visita a las fiestas de San Benito en Obejo, como todas las demás que realicé, excepto la primera que me llevó mi padre, lo hacíamos andando, tanto la ida como el regreso, y así paso a paso salvábamos la distancia de unos quince kilómetros que separan aquel pueblo del mio.

La hospitalidad de los vecinos de Obejo, cuando menos en aquellos tiempos, era extraordinaria, al punto de que con unos vecinos del mismo que estuvimos tomando unas copas, y luego en el baile, a cada uno de nosotros tres, nos llevaron otros tantos a dormir a su propia casa, y recuerdo que en la que yo pernocté estaba frente por frente al Cuartel de la Guardia Civil. Tras darme un opíparo desayuno en la mañana siguiente, y despedirme de aquella familia que tan generosamente me acogió, mis dos amigos y paisanos tras reunirnos a la hora que la noche anterior acordamos, tomamos el camino de regreso a Villaharta. Así era el modo y manera de divertirnos en mi juventud, además de que por ejemplo los desplazamientos no había otra forma de realizarlo, si no lo era andando o con caballerías, porque ni siquiera éramos poseedores de una triste bicicleta, aunque la distancia a recorrer por carretera, era casi el doble de hacerla a pie, pero para asistir a unas fiesta donde además solía hacerse noche, lo mas acertado era hacerlo a patita. Pero como en esa del año de 1944, que mi amigo que figura en el centro de la foto y yo, contábamos diecinueve años de edad, y en los pies mas que zapatos, parece que teníamos alas, si querias pasar un rato de diversión, aquello era lo que te costaba.

Ni un solo año se pasa que llegando esta fecha no me acuerde de las fiesta de San Benito en Obejo, y como he dicho antes, el recuerdo mas entrañable es la de la primera vez, cuando tenía seis años. Ochenta y cuatro se cumplen hoy.

Hasta la próxima entrada.

3 comentarios:

Carmen dijo...

Aunque ya sabia tus peripecias con los peces, me hace mucha gracia y me produce mucha ternura imaginarte tan pequeño intentando coger algún pececillo sin conseguirlo, lo que no sé es cómo luego no tuviste una pecera con algunos para quitarte el deseo. De tus diversiones en Obejo ya más mayorcito, me ratifico en la creencia de que la niñez y primera juventud en los pueblos es mucho mejor que en las Ciudades, tu que opinas?. Bss.

El abuelo de Villaharta dijo...

Que tienes toda la razón, como siempre

Daniel Torres dijo...

Esas pequeñas frustraciones de la infancia pueden producir distintos efectos en las personas ya de mayores. Y de los posibles, el mejor de todos es multiplicar la curiosidad y las ganas de vivir. Las personas que viven ese camino son privilegiadas, como lo son los que están a su alrededor. Es una bendición conocerlas y tratarlas. Tú eres una persona así, Rafael, y a tu curiosidad natural y tu alegría de vivir se suma tu generosidad al compartir con todos cada hito de tu vida. Ninguno de ellos es pequeño; todo lo contrario. En cada detalle hay inspiración para llenar un día de reflexiones y mucho más. Ole.