domingo, 23 de febrero de 2014

En recuerdo de un viaje



En dos circunstancias observadas durante mi cotidiano paseo matinal de hoy,  me han traído al recuerdo uno de mis viajes en compañía de mi mujer y mis hijos, y que en nosotros era lo normal, detalle éste, que cuando pase a relatarlo podréis observar como no todo el mundo solía hacerlo así.
    
La primera de las circunstancias a que me refiero, es que en la terraza de un bar, o para mejor decir, sobre la acera en que suele colocar sus sillas y mesas, se hallaban desayunando no menos de cuarenta personas, que sin que que se precise tener vista de lince, puedo asegurar que era una expedición de viaje del Imserso, y, este es un detalle, que en el mismo establecimiento, sin que en sus inmediaciones se halle ninguna estación de autobuses, ni por descontado tampoco de ferrocarril, casi siempre que he realizado ese itinerario, son muchas las veces que  se ha dado esa coincidencia. No encuentro su explicación, pero alguna tendrá.
    
El segundo de los detalles, ha sido que unos metros mas adelante, observé como un coche, que por su matrícula, debía de ser cuando menos de mi "quinta", ostentaba un cartel de "SE VENDE". En esta ocasión, aparte de que como decía el torero "El Guerra", hay gente pá tó, y su propietario debe ser un iluso si espera que alguien se moleste siquiera en preguntarle cuanto vale, me vino al recuerdo de cuando hace cuarenta y cuatro años, yo, como cito anteriormente, con mi familia y mi primer coche, hacíamos nuestros viajes. Pondré uno como ejemplo.
      
Me encontraba destinado en Velez-Málaga, que dista de Málaga unos veinte kilómetros,  y marchábamos a mi pueblo, Villaharta, que la distancia total a recorrer serían casi justos, unos 250 kilómetros. Yo siempre he sostenido que cuando se realiza un viaje, que no se hace todos los días, es una circunstancia especial y por tanto, lo primero que hay que hacer es madrugar y no levantarse a la hora cotidiana del día a día. Pues bien, cuando las primeras claras del día hacían su aparición, nosotros iniciábamos nuestro caminar, y para que sepáis la clase de conductor que yo era, y mi entusiasmo por la velocidad, mi mayor alegría era cuando aparecía una señal que prohibía circular a más de cuarenta kilómetros por hora, además de que el vehículo que conducía no era tampoco para superar marcas, así que casi siempre llevaba detrás de mí, más de un vehículo esperando de tener la oportunidad de adelantarme.   

Subiendo la carretera de los montes, por donde entonces solo podía irse hacia Córdoba, y cuando nuestro recorrido sería de no mas de treinta kilómetros, hacíamos la primera parada por que a uno de mis hijos le entró gana de "hacer pipí", y ya que habíamos parado, yo aprovechaba la ocasión para fumarme un cigarro, vicio al que entonces estaba sujeto, y eso sí, nunca lo hacía cuando iba conduciendo. Circulando por los llanos de Antequera, poco después de haber dejado atrás dicha ciudad, y llevar cuando menos sesenta kilómetros recorridos desde que salimos, y esta vez creo que a otro de mis hijos, ya no fue la gana de hacer pis, si no lo de un grado superior,  nueva parada, coche al arcén, él, alejarse y verificar su necesidad detrás de un olivo, y  yo otro cigarro que tampoco venía mal.

Con ese ritmo de marcha y paradas de trecho en trecho, rebasábamos la ciudad de Córdoba cuando bien pasadas estaban las dos y media de la tarde, por lo que bajo la sombra de una encina y junto a la pared de un cercado, escasos kilómetros después de atravesar la capital, extendimos sobre el césped nuestro mantel, sobre el mismo el condumio que llevábamos y a comer tranquilamente se ha dicho. Harto de comer...¿quién tiene gana de conducir? Yo por lo menos no la tenía, así que cigarrillo a la boca y a dormir una pequeña siesta, mientras mis hijos jugaban por aquellos campos y mi mujer, seguramente mirarse al espejo, pintarse los labios y a esperar que yo resurgiera del letargo en que me había sumido. Cerca de las cinco de la tarde serían cuando reiniciamos el viaje, pero aún para recorrer los aproximados treinta kilómetros que nos faltaban, hubimos de realizar dos paradas mas, para evacuar las necesidades mías, de mi mujer y de mis tres hijos, y ya de paso, otros dos cigarros que cayeron. Estarían al caer las siete de la tarde cuando felizmente llegábamos a mi pueblo. En total, unas once o doce horas, pero claro eran doscientos cincuenta kilómetros los que dejábamos atrás.

Cada vez que un coche de aquellos tiempos se me pone ante mi vista, no tengo por menos que traer a la memoria aquellos felices viajes, en que también, la distracción de mis hijos mientras íbamos circulando, era la de contar los coches que nos adelantaban. Lo que si puedo asegurar es que  ni una sola vez, me adelantó un carro. Pero también puedo decir. y ello me trae cierta nostalgia, de que nadie podía disfrutar en un viaje mas que nosotros lo hacíamos. El modelo del coche y la marca y su antigüedad, era lo de menos, el meollo de todo estaba en sus ocupantes.

Otra vez, no tengo por menos que decir... ¡Cómo pasan los años!

Hasta la próxima.

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